Así influyen los cambios medioambientales en la aparición de nuevas enfermedades
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La actual epidemia de coronavirus COVID-19, que se inició en Wuhan a finales del año pasado, es un buen ejemplo de la amenaza que representan las enfermedades infecciosas emergentes, no solo para la salud humana y animal, sino también para la estabilidad social, el comercio y la economía mundial.
Ahora bien, hay bastantes indicios para creer que la frecuencia con que aparecen nuevos agentes infecciosos podría aumentar en las próximas décadas, lo que hace temer una crisis epidemiológica mundial inminente. En efecto, las actividades humanas provocan profundas modificaciones en el uso de la tierra así como importantes alteraciones de la biodiversidad en muchos lugares del planeta.
Esas perturbaciones se producen en un entorno de conexión internacional acrecentada por los desplazamientos humanos y los intercambios comerciales, todo ello añadido al cambio climático.
Se trata de las condiciones óptimas para favorecer el paso al ser humano de microorganismos patógenos provenientes de animales. Ahora bien, según la OMS, las enfermedades provocadas por dichas transmisiones se encuentran entre las más peligrosas.
Identificación de nuevas amenazas
Fiebre hemorrágica de Crimea-Congo, virus del Ébola y enfermedad por virus de Marburgo, fiebre de Lassa, coronavirus del síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS-CoV) y síndrome respiratorio agudo grave (SRAG), virus de Nipah y enfermedades asociadas al henipavirus, fiebre del Valle del Rift, virus de Zika…
Todas estas enfermedades comparten el hecho de figurar en la «lista de enfermedades prioritarias», establecida por la OMS en 2018.
Las enfermedades que aparecen en esta lista están consideradas como prioridades en las que debe concentrarse la investigación. Dado su potencial epidémico y la ausencia o escasas medidas de tratamiento y de control actualmente disponibles, suponen, sin duda, un riesgo de salud pública a gran escala.
Esta lista incluye también una «enfermedad X». Con esa denominación enigmática se indica la enfermedad que será responsable de una epidemia internacional de gran importancia, causada por un patógeno todavía desconocido. La OMS no tiene dudas de que pueda suceder, por lo que pide a la comunidad internacional que se prepare en previsión de dicho escenario catastrófico.
En la actualidad, la respuesta de las autoridades de salud pública frente a estas enfermedades infecciosas emergentes consiste en adelantarse a los hechos, es decir, en identificar los factores medioambientales susceptibles de desencadenar la epidemia. Por desgracia, nuestra comprensión de la forma en que afloran las nuevas amenazas infecciosas sigue siendo limitada.
Si hay algo seguro es que, muy probablemente, los animales estarán implicados en las próximas epidemias, puesto que otro punto en común de las enfermedades de esta lista confeccionada por la OMS es que todas se pueden clasificar como infecciones virales zoonóticas.
Amplia implicación de los animales en las nuevas epidemias
A lo largo de las cuatro últimas décadas, más del 70% de las infecciones emergentes han sido zoonosis, es decir, enfermedades infecciosas animales transmisibles al ser humano.
En pocas palabras, estas enfermedades incluyen un único huésped y un único agente infeccioso. Sin embargo, es frecuente que haya varias especies implicadas, lo que significa que los cambios en la biodiversidad tienen el potencial de modificar los riesgos de exposición a estas enfermedades infecciosas ligadas con los animales y las plantas.
En ese sentido, cabría pensar que la biodiversidad representa una amenaza, ya que al albergar numerosos patógenos potenciales podría aumentar el riesgo de aparición de nuevas enfermedades.
Sin embargo, curiosamente, la biodiversidad tiene también un papel protector frente a la aparición de agentes infecciosos, puesto que la existencia de una gran diversidad de especies que actúan como huésped puede limitar su transmisión, ya sea por un efecto de dilución o de amortiguamiento.
La pérdida de biodiversidad aumenta la transmisión de los agentes patógenos
Si todas las especies tuvieran el mismo efecto en la transmisión de los agentes infecciosos, podría esperarse que una reducción de la biodiversidad conllevara, de forma similar, una reducción en la transmisión de los agentes patógenos. Ahora bien, ocurre todo lo contrario. Los estudios de los últimos años coinciden en mostrar que la transmisión de los agentes patógenos –y la frecuencia de las enfermedades asociadas– tiende a aumentar con las pérdidas de biodiversidad.
Esa tendencia se ha confirmado en un gran número de sistemas ecológicos, con combinaciones huésped-agente y modos de transmisión muy diferentes. ¿Cómo se explica esta situación? La pérdida de biodiversidad puede modificar la transmisión de las enfermedades de varias maneras:
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Cambiando la abundancia del huésped o del vector. En ciertos casos, una diversidad más grande de huéspedes puede aumentar la transmisión de los agentes, al elevar la abundancia de vectores;
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Modificando el comportamiento del huésped, vector o parásito. En principio, una diversidad más grande puede influir en el comportamiento de los huéspedes, lo que puede tener diversas consecuencias, ya sea un aumento de la transmisión o una alteración en la evolución de las dinámicas de virulencia o de las vías de transmisión. Por ejemplo, en una comunidad más diversa, el gusano parasitario responsable de la esquistosomiasis (enfermedad que afecta a más de doscientos millones de personas en el mundo) tiene más posibilidades de alojarse en un huésped intermedio inadecuado, lo que puede reducir la probabilidad de transmisión futura a un humano de un 25 a un 99%;
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Modificando la condición del huésped o del vector. En ciertos casos, en huéspedes con diversidades genéticas muy marcadas, las infecciones pueden reducirse o incluso inducir resistencias, lo que lógicamente limita la transmisión. Si la diversidad genética se reduce porque las poblaciones disminuyen, la probabilidad de que aparezcan resistencias disminuye también.
En este contexto, la pérdida de biodiversidad actual es todavía más inquietante. Por ejemplo, las estimaciones actuales sugieren que, como mínimo, entre diez mil y veinte mil especies de agua dulce han desaparecido o están en riesgo de desaparecer. Las tasas de descenso observadas en la actualidad rivalizan con las de las grandes crisis del pasado, tales como la que marcó la transición del Pleistoceno al Holoceno, hace doce mil años, y con la que desapareció la megafauna, de la que el mamut lanudo era uno de los representantes emblemáticos.
Pero la pérdida de biodiversidad no es el único factor que influye en la aparición de nuevas enfermedades.
El cambio climático y las actividades humanas
El desplazamiento de la huella geográfica de los patógenos o del huésped al que infectan es el causante de la aparición de nuevas enfermedades infecciosas. En ese sentido, la imprevisibilidad creciente del clima mundial y las interacciones locales entre hombre, animal y ecosistema, cada vez más estrechas en ciertos lugares del planeta, tienen un papel principal en la aparición de nuevas infecciones en el seno de las poblaciones humanas.
De este modo, es posible que el aumento de las temperaturas medias haya tenido un efecto significativo en la incidencia de la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo, causada por un virus trasmitido por las garrapatas, así como sobre la persistencia del virus de Zika, transmitido por los mosquitos en las regiones subtropicales y templadas.
El consumo de carne de animales salvajes y el comercio de animales, consecuencia de la demanda creciente de proteínas de origen animal, también provocan cambios importantes en los contactos entre los seres humanos y los animales. Hay estudios que han demostrado que las epidemias de SRAG y de ébola estuvieron directamente ligadas al consumo de carne de animales salvajes infectada. Además, la fiebre de Lassa y las enfermedades debidas al virus de Marburgo y del Ébola cobraron fuerza en África Occidental y Central, donde el consumo de carne de animales salvajes es cuatro veces superior al de la Amazonia, que es, sin embargo, más rica en biodiversidad.
Un riesgo adicional es la expansión de la agricultura y de la ganadería. Con el fin de responder a la demanda siempre creciente de las poblaciones humanas, hay que conquistar nuevos espacios, deforestando y desbrozando. Ahora bien, sabemos que esos nuevos usos de la tierra pueden desencadenar la aparición de enfermedades infecciosas, ya que favorecen el contacto con organismos rara vez encontrados hasta la fecha. Así, en las islas de Sumatra, la migración de los murciélagos de la fruta provocada por la deforestación debida a los incendios de su selva condujo a la aparición de la enfermedad de Nipah entre los ganaderos y el personal de los mataderos de Malasia.
Brotes inevitables
Las relaciones entre la biodiversidad de las especies huésped y la de los parásitos y microbios patógenos son complejas. La alteración de la estructura de las comunidades producida por todos esos cambios medioambientales conlleva un riesgo de modificación de los esquemas epidemiológicos existentes.
En ese contexto, las poblaciones humanas pueden encontrarse en contacto con un animal portador de un virus capaz de contaminarlas, lo que puede poner en marcha un ciclo de infecciones. Los inicios consisten en casos esporádicos de transmisión del animal al ser humano, lo que se llama «charla viral» o «viral chatter» en inglés. A continuación, a medida que los ciclos se multiplican, la aparición de la transmisión entre humanos se vuelve inevitable.
Una vez que la epidemia se ha desencadenado, la rapidez de reacción es primordial. Además de las medidas sanitarias de rigor, cuando no hay tiempo para llevar a cabo estudios epidemiológicos apropiados, los modelos matemáticos pueden ser de gran ayuda para evaluar rápidamente la eficacia de la prevención y para anticipar la evolución de la enfermedad.
Desafortunadamente, entender la complejidad de las interacciones entre el reservorio natural, el agente patógeno y el huésped o los huéspedes intermedios sigue siendo un gran desafío cuando se trata de intervenir rápidamente para detener la transmisión de la enfermedad. El ejemplo del COVID-19 lo ilustra une vez más: transcurridos más de dos meses desde las primeras infecciones, todavía no se han identificado los diversos eslabones animales de la cadena de transmisión.