- 5879 lecturas
- 5879 lecturas
Año tras año, y cada vez con más frecuencia, los desastres naturales se ceban con nuestros recursos hídricos. Inundaciones, sequías, tormentas ciclónicas y largas olas de calor sin precedentes azotaron diferentes regiones del planeta, provocando un sufrimiento humano devastador y, en algunos casos, décadas de desarrollo desvanecidas en cuestión de semanas.
Sin embargo, no son solo estos eventos extremos los que indican que nos enfrentamos a una crisis global del agua. Hace ya décadas que vivimos una “crisis silenciosa” a través de situaciones de escasez, exceso y contaminación del agua en distintos grados. Muchas de estas situaciones no derivan de eventos naturales incontrolables, sino de decisiones políticas y económicas que responden a intereses que nada tienen que ver con el bien común.
Las evidencias son diversas y variadas: el crecimiento de la población, el aumento del consumo de agua per capita derivado de modelos de consumo sin límite, y los cambios en los usos de la tierra y el agua han provocado que el uso global del agua se haya multiplicado por 6 en los últimos 100 años. Usos que siguen aumentando a un ritmo constante de un 1% cada año (UNESCO 2020), incrementando la sobreexplotación de los acuíferos y la degradación de los ecosistemas acuáticos.
Como sociedad hemos fallado en retos como el acceso universal al agua, la preservación de los ecosistemas de agua dulce, la gestión equitativa de la demanda, la prevención de la contaminación, la reutilización del agua o la utilización de tecnologías que minimicen su consumo.
En consecuencia, según la Comisión Mundial sobre la Economía del Agua de la OCDE, nos enfrentamos a la perspectiva de una disminución del 40% en el suministro de agua dulce para 2030, con graves situaciones de escasez en regiones donde el agua ya es limitada.
Si bien esta situación trae consigo consecuencias críticas en todos los niveles (social, ambiental y económico), no todas las personas las sufren con igual intensidad. Millones de personas en todo el mundo carecen todavía de acceso a servicios de agua potable y saneamiento adecuados, lo que aumenta los riesgos para su salud y limita sus oportunidades de desarrollo.
La vía para garantizar un futuro seguro y equitativo es fomentar una acción urgente y coordinada, con medidas integrales y sistémicas que aborden las causas y no sólo la mitigación puntual del problema, promoviendo soluciones sostenibles en el uso y la gestión del agua.
También en términos económicos, la falta de acceso adecuado al agua afecta en mayor medida a las personas más vulnerables, dificultando la obtención de ingresos, afectando a su productividad laboral e incrementando sus gastos sanitarios por el tratamiento de enfermedades vinculadas al agua, cada vez más frecuentes. La falta de agua deriva así en una espiral de pobreza de la que no es fácil escapar.
En términos de igualdad de género, la situación es alarmante. Un acceso deficiente al agua afecta especialmente a las mujeres y las niñas, responsables de abastecer a la familia en la mayoría de las regiones del mundo, con la consecuente dedicación de gran parte de su jornada diaria en esta tarea. ¿Quién puede centrarse en su formación, en la participación en la vida política y social o en poner en marcha iniciativas económicas cuando dedicas entre 4 y 6 horas al día a caminar hasta la fuente más cercana?
No olvidemos incluir en la ecuación el factor de los crecientes conflictos por el agua a nivel regional y local, especialmente en áreas con recursos hídricos compartidos. Conflictos en los que, una vez más, salen perdiendo los colectivos más vulnerables, entre los que destacan los pueblos indígenas y las comunidades rurales por su escaso peso político.
Lo que estamos presenciando es el resultado de décadas de mala gobernanza del agua a nivel mundial, obviando el efecto que están teniendo políticas o prácticas inadmisibles.
Sin duda, el escenario es complicado, pero no puede llevarnos al desaliento sino a la indignación y a la acción. El reto de revertir esta situación y poner freno a los errores del pasado es posible y viable si conseguimos actuar colectivamente hacia dos metas claras y alcanzables: proteger el ciclo integral del agua y lograr el acceso universal. Para ello:
- Como reto global que es, se necesita un multilateralismo proactivo que asuma el liderazgo, estableciendo líneas rojas a las políticas comerciales para que se proteja el agua como un bien común, y coordinando a las múltiples partes interesadas sin olvidar a nadie: gobiernos, sector público, privado, sociedad civil, poblaciones vulnerables, agencias de desarrollo, academia…
- No dejar a nadie atrás, porque no todos tenemos las mismas necesidades ni partimos del mismo punto. Cualquier solución que se proponga debe tener en cuenta a las personas más vulnerables. Por ejemplo, una revisión de las tarifas no puede dejar fuera a las personas que ya tienen problemas para pagar la factura del agua.
- Revisar el valor del agua para lograr un uso más eficiente en todos los sectores, con una legislación estricta que evite el despilfarro y la contaminación impune o con multas asumibles. Esta revalorización del agua debe hacerse en el marco de unos principios básicos: el agua es un derecho humano y un recurso vital para los ecosistemas y el planeta.
- Invertir en el mantenimiento sostenido de las infraestructuras de agua y saneamiento, en muchos casos obsoletas y con pérdidas insostenibles, pero sin relegar como hasta ahora a las áreas urbanas marginadas ni a las comunidades rurales sin ni siquiera un acceso básico.
- Concienciar sobre la huella virtual de nuestro modelo de alimentación y de consumo, orientando al consumidor hacia prácticas sostenibles y responsables.
La única manera de garantizar un futuro seguro para el planeta y equitativo en relación al agua, es impulsando una acción urgente y coordinada, con medidas integrales y sistémicas que aborden las causas y no sólo la mitigación puntual del problema, promoviendo soluciones sostenibles en el uso y la gestión del agua.