La circularidad y el lenguaje
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Si para algo nos ha servido que el 1 de enero de 1986 España entrara a formar parte de la UE ha sido la adopción desde aquel momento, bien es cierto que con retrasos e incumpliendo plazos de trasposición, de una política ambiental y climática común y la armonización de unos objetivos que se han tornado cada vez más exigentes y ambiciosos con la plasmación de las diferentes emergencias planetarias en las que estamos inmersos.
Gracias a esta política comunitaria común, sin la que a día de hoy estaríamos peor a nivel nacional, lo cual en el ámbito de la gestión de residuos es mucho decir, también nos ha llegado un conjunto de terminología que, como habitualmente se dice, ha venido para quedarse. Es el caso del propio concepto de economía circular, cuya adopción en 2014 por parte de la Comisión Europea para nombrar su gran paquete legislativo sobre residuos supuso la aceptación y socialización masiva del término, dejando atrás conceptos de significado similar ya utilizados previamente (economía sostenible, economía verde, economía del metabolismo, ecoeficiencia, proambientalidad, cradle to cradle, etc.).
Con frecuencia los intereses económicos llevan a la perniciosa tendencia del marketing de sesgar el rigor ambiental.
Así, sería lógico pensar que, teniendo objetivos comunes y armonizados bajo unos términos y conceptos ampliamente aceptados, utilizáramos en este ámbito el lenguaje con propiedad y rigor. La realidad es que no es así, no solo en el sector privado, donde con frecuencia los intereses económicos llevan a la perniciosa tendencia del marketing de sesgar el rigor ambiental, sino también curiosamente en el ámbito público. Algunos ejemplos.
A pesar de llevar desde la Directiva Marco del 2008 familiarizados, y teóricamente obligados, por el cumplimiento de unos objetivos de PxR más reciclado de residuos municipales, inicialmente para 2020, y posteriormente ampliados con los archiconocidos objetivos para 2025, 2030 y 2035, seguimos escuchando a diario responsables públicos confundiendo sistemáticamente la recogida selectiva con el reciclaje real. Da igual el intenso y trascendente debate europeo sobre los métodos de cálculo de lo que debemos contar en el numerador de aquello que presentamos como reciclado a las estadísticas europeas. Uno puede pensar que, en el marco de una campaña de comunicación pública, la ciudadanía entiende más fácilmente el concepto de reciclar en casa que el de separar para facilitar que una buena parte de lo separado se pueda reciclar. Entendible. Pero no lo es tanto que técnicos y responsables políticos de la cosa sigamos confundiendo en los distintos foros valores y estadísticas por las que habrá que responder públicamente. En la actualidad, ente el 70 y 80% de todo lo que se recoge selectivamente se recicla; en el futuro con la nueva metodología europea de reciclado real el cómputo será inferior. Deberíamos pues eliminar ya de nuestro lenguaje público esta equivalencia que solo nos lleva al autoengaño.
Hablando de reciclaje, uno de los usos inadecuados del propio concepto de economía circular es el de su equiparación al reciclaje y a la introducción de materias recicladas en el ciclo productivo. Si bien es cierto que con el tiempo en el ámbito público se va tomando más consciencia de su dimensión real y de que esto de la economía circular no va (o no va solo) de reciclar más, todavía podemos escuchar grandes anuncios públicos centrando las políticas locales de economía circular en medidas para recoger y reciclar más.
Con frecuencia los intereses económicos llevan a la perniciosa tendencia del marketing de sesgar el rigor ambiental.
Otro uso tergiversado del lenguaje, especialmente habitual en Catalunya, es el uso del concepto de prevención en vano cuando se implanta un modelo de recogida de alta eficiencia, especialmente el puerta a puerta. Es habitual que al día siguiente de la implantación del nuevo sistema se produzcan reducciones en las cantidades totales recogidas del 10-20%, en algunos casos de hasta cerca del 30%, que se sostienen durante tiempos prolongados. Pues bien, seguimos escuchando y leyendo que una de las grandes bondades del sistema es que repentinamente la concienciación de la población en prevención de residuos ha experimentado un incremento casi paranormal por el que hay que felicitarse. La realidad es que este modelo de recogida incide en la disciplina y hábitos de separación de la ciudadanía, no lo hace (o muy poco) en los hábitos de prevención. La parte de la población concienciada y preocupada por sus hábitos de consumo y generación de residuos lo está con independencia de su modelo de recogida. Así, cuando responsables públicos se congratulan de tales logros, lo cierto es que algún otro u otros están haciéndose cargo y pagando estas significativas cantidades supuestamente reducidas. Y es que en definitiva no hace falta estirar el lenguaje de esta manera para poner en valor las muchas bondades cuando se da el salto a los nuevos modelos, los resultados hablan por sí solos.
Y por último no podemos olvidar uno de los actualmente omnipresentes, el residuo cero, o zero waste en su versión anglosajona. Un concepto que, en un principio, más que a utópico sonó a improcedente por su alienación de la realidad, pero que gracias a su adopción por parte del lobby de un grupo de entidades ha acabado haciendo fortuna en Europa siendo aceptado y ampliamente utilizado en el ámbito público. No seré yo quien esté en contra de los lemas y términos aspiracionales, bienvenido sea todo lo que sirva para mejorar nuestra muy mejorable situación. La realidad, no obstante, es que en cualquiera de los escenarios planteados, por aspiracionales, ideales o utópicos que sean, habrá que gestionar residuos y rechazos varios que bien haríamos en no obviar.
Pero más allá de la inexactitud anhelada del propio concepto, el problema radica en la tergiversación que el uso del lenguaje y el concepto ha experimentado con el paso del tiempo, porque hoy en día ¿qué significa residuo cero? Pues el concepto se utiliza con cierta asiduidad como sinónimo de “vertido cero” o incluso de mejoras del reciclaje, pero en general se relaciona con la aplicación de políticas de consumo responsable, prevención, nuevos modelos eficientes de recogida, lucha contra los materiales de un solo uso… pero muy especialmente para definir el movimiento anti-incineración, aceptando y promoviendo el cambio de la jerarquía de gestión para favorecer o aceptar el vertido antes que cualquier forma de valorización energética, incluso de la materia orgánica para la generación de biogás/biometano.
Siendo el lenguaje algo vivo y cambiante, cierto es que nuestro sector no se caracteriza por un uso demasiado correcto del mismo. En un ámbito tan sensible y preocupante, bien haríamos en corregir usos que nos llevan a un cierto greenwashing.
Creo que hoy en día nadie en Europa duda de la necesaria visión holística de la gestión de residuos y recursos, debiendo las políticas nacionales y locales poner énfasis en las prioridades que determina la propia jerarquía de gestión. A partir de ahí, utilizar conceptos bien intencionados para desviar el énfasis, o convertirlo en lucha acérrima, sobre aspectos que no tienen que ver con el origen de los conceptos y las palabras es cuestionable, diría que incluso contraproducente. Porque, una vez más, las bondades de las acciones y políticas en las etapas altas de la jerarquía no solo las hacen necesarias, sino que se justifican sobradamente por sí solas, no necesitan de dogmatismos.
En conclusión, siendo el lenguaje algo vivo y cambiante, cierto es que nuestro sector no se caracteriza por un uso demasiado correcto del mismo. Seguramente no será el único en que ocurra, pero en un ámbito tan sensible y preocupante, bien haríamos en corregir usos que nos llevan a un cierto greenwashing, también público, del que se habla menos, y a camuflar actitudes poco honestas. Como dijo el propio Cervantes, “Ninguna ciencia, en cuanto a ciencia, engaña; el engaño está en quien no la sabe”.