Crisis climática: ¿Será posible un cambio de mentalidad tras la COVID-19?
- 2618 lecturas
Jordi López Ortega. Profesor asociado, Universitat Politècnica de Catalunya - BarcelonaTech
La COVID-19 ha supuesto mejoras en materia de emisiones, biodiversidad y protección de océanos. Esto es, los Objetivos de Desarrollo Sostenible 13, 14 y 15.
También se ha trabajado en otros objetivos de forma parcial. Se han creado, por ejemplo, alianzas multilaterales y formas de colaboración multinivel que suponen avances en el ODS 17. Pero falta liderazgo europeo, pues no se han dejado atrás las dinámicas geopolíticas.
Se ha mejorado la sostenibilidad urbana, el ODS 11. Ha mejorado la calidad del aire urbano y se han vuelto a ver estrellas de noche –debido a la ausencia de coches en autovías iluminadas, por ejemplo–, aunque todavía queda mucho por hacer para reducir las emisiones y la contaminación lumínica.
Además, hemos visto la expansión del uso de las tecnologías de comunicación online mientras caen las barreras e inercias culturales y sociales que limitaban su uso. Son un paso en la buena dirección para lograr el ODS 9.
Una pausa para recapacitar
Pero quizá el aspecto más positivo de la COVID-19 no sea perceptible. Es algo que no se puede cuantificar, ni se puede inscribir a un ODS.
Para no desestabilizarse, la sociedad y la economía necesitan crecer, acelerarse. Están condenadas a una incesante innovación. La desaceleración que estamos viviendo desestabiliza ese statu quo, pero permite tener experiencias vitales que nos abren a preguntas sobre a dónde queremos ir o en qué sociedad queremos vivir.
La dicotomía entre aceleración y desaceleración no debe confundirse con el debate entre crecimiento y decrecimiento. Aquí planteamos la distinción que hace Norbert Elias entre sociogénesis y psicogénesis.
Recordemos cómo la COVID-19 ha alterado nuestra vida cotidiana, hábitos, patrones de conducta, etc. La reducción del tráfico, el menor consumo de energía, el uso de tecnologías digitales, el consumo más responsable y de proximidad, la compra de productos más saludables y ecológicos, la reducción de compras superfluas y de la generación de residuos son aspectos ambientalmente positivos.
Pero aparte de estos aspectos positivos, la COVID-19 ha sido demoledora para la economía. Aunque las actividades que se han podido digitalizar de manera eficiente han evitado efectos nocivos.
¿Es posible un cambio de mentalidad?
Existen políticas climáticas basadas en internalizar costes a través de fiscalidad ecológica. La clásica ecuación de Commoner, Ehrlich y Holdren (1972) planteaba que el impacto ambiental es el producto de la población, el consumo y la tecnología. Pero ahora vemos el papel de otra variable: el comportamiento, la psicogénesis. Las infraestructuras mentales de la aceleración son muy potentes. ¿Cómo puede la COVID-19 modificar estas infraestructuras psicológicas?
No somos optimistas respecto el potencial que puede tener el análisis FODA (Fortalezas, debilidades, oportunidades y amenazas). Nos señalará los puntos flacos de nuestra competencia. Es miope sentirse genial por las debilidades de nuestros vecinos; la economía del bien común advierte que una economía local débil, a largo plazo, nos debilita.
Necesitamos activar esa psicogénesis. Pasar de maximizar a optimizar. Pasar de la ventaja comparativa a pensar en ventajas absolutas, no comparativas, para poder apreciar oportunidades de generar valor agregado. Pasar de la especialización a la diversificación. Pasar de la competencia a la colaboración.
En ocasiones se trata de enfocar bien la pregunta. Nos deberíamos fijar más en las oportunidades de la conmoción antropológica que ha provocado la COVID-19. Esta nos invita, de malas maneras, a modificar nuestros hábitos, costumbres, etc., pero podemos ver en todo ello un lado positivo.
A la vez, debemos observar las disfuncionalidades encubiertas en supuestos de vieja normalidad. Más que provocarlas, la COVID-19 acentúa esas desigualdades en cuanto a oportunidades de vivir y sobrevivir. Sería un error pretender salir de la crisis provocada por esta pandemia con una nueva aceleración de la mano de la inteligencia artificial, la digitalización, etc.
La respuesta no está en la tecnología
El informe Nuestro futuro común (1987), de la Comisión Brundtlandt, ya indicaba que la tecnología podía suponer beneficios para el medioambiente, incluso antes de su desarrollo exponencial. Pero confiar en las mejoras tecnológicas infinitas (dentro de la ecuación de Commoner, Ehrlich y Holdren: Impacto humano = Población x Consumo x Tecnología) es considerar que la Ley de Moore tiene validez eterna (las mejoras suceden es espacios temporales acotados).
El propio sector de las tecnologías de la información se enfrenta a límites de materiales. En el siglo XXI surgen, por así decir, nuevos límites, después de medio siglo del informe Los límites del crecimiento del Club de Roma.
A pesar del pesimismo y mala prensa que rodean a la humanidad, debemos recuperar la confianza en nuestra infinita capacidad de aprendizaje. La COVID-19 evidencia cómo hemos llenado nuestro vacío interior de manera errónea, con aceleración y vaciando el mundo exterior. El desarrollo exponencial de las tecnologías acelera la transición a un mundo vacío en recursos y lleno de residuos.
Hemos de cambiar el modo de ver el mundo como decía Donella Meadows:
“Las personas no necesitamos coches enormes, ni armarios abarrotados de ropa, etc., tan solo sentirnos atractivas, obtener reconocimiento, amor, alegría. Pretender llenar todo esto con cosas materiales no hace más que aumentar nuestro apetito, hacerlo insaciable, con falsas soluciones”.
La COVID-19 nos pone delante de espejo para identificar esas disfuncionalidades de la que ahora consideramos vieja normalidad. No está claro que la nueva normalidad conduzca a esa transformación interior o a una nueva aceleración.
Sin embargo, hay propuestas saludables y regeneradoras en las que la salud, la ecología, la economía y la ética no está disociadas. Albert Camus dijo: “El único medio para combatir la peste es la honradez”.