El componente social de la sequía
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Por Pilar Paneque Salgado, Universidad Pablo de Olavide
Es bien sabido que, en el actual contexto de cambio climático, las sequías serán más frecuentes y presentarán una mayor severidad tanto por su intensidad como por su duración. La disminución de precipitaciones y una evaporación y transpiración más altas por el aumento de las temperaturas darán como resultado una menor disponibilidad de recursos hídricos. Se dificulta así cubrir unas demandas de agua que no han parado de crecer y se genera una situación de escasez –reflejada en el estado de los embalses– ante la que se debe actuar con urgencia para minimizar impactos.
Esta situación de escasez se ha vuelto estructural en numerosos territorios y no es resultado directo de que se registren más o menos precipitaciones. La escasez deriva de un sistema de producción y consumo insostenible y desacoplado de la emergencia climática que enfrentamos. Sabemos que las sequías son inherentes a nuestro clima, pero hemos actuado como si nuestra geografía pudiera plegarse a los intereses de un sistema económico en permanente expansión. Llegados a esta situación, es necesario dejar de mirar al cielo y avanzar en nuevos marcos de análisis.
¿Qué explica esta situación en España?
Los indicadores de sequía se han estado comportando con relativa normalidad en el presente año hidrológico. Sin embargo, hemos visto que en los últimos meses se han encendido todas las alarmas en relación con la escasez de agua. No poder apelar a la falta de lluvias para justificar la situación actual nos obliga a poner el foco en cuestiones que poco o nada tienen que ver con lo meteorológico o lo probabilístico.
La escasez a la que se enfrenta en España es consecuencia de haber ignorado los límites físicos de sus cuencas. Esto se traduce en el no reconocimiento de la variabilidad y la incertidumbre sobre el agua disponible y en la sobreexplotación sostenida de los recursos hídricos, que en más de un 80 % son consumidos por el regadío.
Todo ello desemboca en algunos datos muy preocupantes. Más del 70 % de las demarcaciones hidrográficas sufren niveles de estrés hídrico alto o severo. En torno al 45 % de las aguas no se encuentra en buen estado. Y, sin duda, estas cifras contravienen los objetivos y los estándares de calidad del agua establecidos por la Directiva Marco del Agua, que España asumió hace dos décadas.
Todos los esfuerzos realizados en la renovación de la planificación hidrológica y de sequías –que han sido muchos-— no han podido revertir esta situación de estrés hídrico, que es el resultado de todo un siglo de desarrollismo agrícola e hidráulico.
La expansión e intensificación del regadío y la construcción de grandes infraestructuras hidráulicas como políticas de Estado han dado lugar a una situación hidrológica y territorial incompatible con la realidad climática del país. Esta situación es también incompatible con su realidad sociológica. Barómetro tras barómetro se confirma la preocupación de la población por los efectos del cambio climático y su preferencia por medidas de gestión de la demanda de agua (ahorro y reutilización) frente a las de oferta (embalses y trasvases).
¿Cuál es el papel de las ciencias sociales y de la ciudadanía?
Los avances realizados en el monitoreo de las sequías meteorológicas han permitido contar con herramientas de seguimiento exhaustivo en tiempo real y con una elevada resolución espacial. En cambio, no se ha realizado un esfuerzo ni una inversión similar para conocer la componente social de este riesgo. Es decir, la vulnerabilidad de territorios y poblaciones que, además, es obviada en toda la planificación hidrológica y de sequías.
La evaluación y el análisis de la vulnerabilidad aborda la difícil tarea de estudiar aquellas características que nos hacen más propensos a sufrir daños ante un episodio de sequía y menos capaces de adaptarnos a corto y a largo plazo a un riesgo que sabemos recurrente. Esto nos adentra de lleno en dimensiones sociales e institucionales y en realidades muy dinámicas y cambiantes. Hablamos de características, por tanto, de más difícil medición y concreción en indicadores, pero que nos permiten monitorizar esta componente del riesgo a escalas espaciales y temporales adecuadas.
De hecho, los riesgos se producen, se seleccionan y se definen socialmente. Una correcta gestión del riesgo exige dar mayor protagonismo a disciplinas como la geografía, la sociología y la filosofía. Esto es: una correcta gestión del riesgo debe integrar cuestiones como la comunicación y la percepción social del riesgo, la elaboración de discursos, la confianza institucional o los mecanismos de resolución de conflictos.
Precisamente, confirmar los cambios que ya se han producido en la sociedad nos permitirá abandonar la visión catastrofista que aún se tiene de la sequía y de la escasez de agua. De esta forma, podremos empezar a entenderlas como oportunidades inmejorables para realizar transformaciones institucionales profundas y como aceleradoras de la transición hidrológica.
Atender a la componente social del riesgo requiere la inclusión de la ciudadanía, tanto en la investigación científica como en la elaboración de políticas y planes. Para ello hay que fortalecer la participación social en la ciencia y la ciencia ciudadana como facilitadoras de la integración de saberes, la coproducción del conocimiento y la búsqueda de variaciones y soluciones locales.
Además, resulta imprescindible impulsar procesos deliberativos –como la reciente Asamblea Ciudadana para el Clima– donde se expliciten los valores e intereses en juego. Esto permitirá avanzar en la búsqueda de soluciones realmente eficaces que, en el caso del agua y de acuerdo con su reparto entre distintos usos, pasan necesariamente por la reconversión del sector agrario y no por acciones individuales realizadas en nuestros hogares.
Todo ello permitirá abordar la complejidad de la gestión del agua, la necesaria adaptación a la escasez y las compensaciones sociales y territoriales que exigirá la transición hidrológica, que interpelan directamente a nuestra democracia.