
Cómo actuar (y cómo no) para evitar que el desbordamiento de los ríos provoque daños
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Durante las últimas tres semanas España ha experimentado un encadenamiento excepcional de borrascas que han dando lugar a inundaciones, el colapso de infraestructuras y evacuaciones preventivas de población. Además, tenemos que lamentar ya tres fallecidos y cinco desaparecidos.
La combinación de un océano Atlántico inusualmente cálido y la persistencia de un bloqueo anticiclónico en el norte de Europa ha potenciado estos episodios extremos, forzando a las autoridades a activar medidas de emergencia y a emitir alertas meteorológicas en diversas comunidades.
Este proceso se inició alrededor del 28 de febrero, con la borrasca Jana, a la que siguieron sucesivamente Konrad, Laurence y, más recientemente, Martinho. Estos sistemas de baja presión se han caracterizado por su rápida sucesión y elevada intensidad, lo que ha provocado la entrada de frentes fríos desde el Atlántico hacia el interior, afectando principalmente al centro y sur de la península ibérica, en especial a Castilla y León, la Comunidad de Madrid y toda la región mediterránea.
En esta ocasión, la causa no son danas como las que vivimos a finales del año pasado con consecuencias trágicas. Pero, en su conjunto, el reciente comportamiento atmosférico está mostrando una variabilidad climática que parece responder al contexto de cambio climático. Los informes del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) muestran claramente que el aumento de la temperatura global favorece la intensificación de fenómenos extremos, entre ellos las lluvias intensas.
No debemos “corregir” el cauce de los ríos
Los eventos extremos están desafiando más que nunca nuestra capacidad de ordenar y gestionar el territorio. Por eso, las metodologías tradicionales de previsión y respuesta deben ser revisadas y actualizadas.
En los últimos meses, no obstante, y tal vez alimentado por un clima de polarización ideológica, se están reabriendo ideas y discursos que deberían estar ya superados, como la necesidad de apresar, canalizar o drenar ríos y arroyos.
Pero las medidas preventivas no pueden ir en la línea de “corregir” el funcionamiento de los cauces y cuencas hidráulicas, sino que, por el contrario, lo que debemos hacer es estudiarlas, comprender su funcionamiento y adaptarnos a sus mecanismos ecosistémicos e hidráulicos.
Las cuencas fluviales han ido construyendo durante cientos de años un perfil de equilibrio y una geomorfología adaptada a su funcionamiento hidráulico. Este perfil de equilibrio consigue atenuar las crecidas, generando llanuras de inundación –las áreas que se inundan cuando se desbordan los ríos– y adaptando los relieves. Con ello se consigue que la energía y el desbordamiento del flujo de crecida sean cada vez menos violentos.
No obstante, si luego modificamos ese equilibrio –impermeabilizando los suelos, situando obstáculos urbanísticos, modificando los cauces o cambiando los relieves–, la cuenca vuelve a entrar en un proceso de reconstrucción del equilibrio geomorfológico, inundando zonas que no deberían inundarse de manera natural, incrementando los caudales o aumentando la velocidad y peligrosidad de esos caudales.
¿Cómo actuar?
La respuesta debe ser actuar con medidas preventivas que recuperen, en lo posible, el funcionamiento natural y lógico de la cuenca. Para esto no existen recetas mágicas generalistas, sino que dependen de cada cuenca o cauce en particular. Y en todo caso, se requiere un análisis previo territorial y geográfico del cauce.
En este sentido, no basta un mero estudio hidrológico-hidráulico, como si tuviésemos frente a nosotros una tubería o canal de desagüe. Ese estudio previo no debería dirigirse únicamente a la zona inundable, al resultado, sino también analizar dónde y porqué se va a producir esa inundación, para poder intervenir preventivamente.
Sí existen, no obstante, algunas medidas básicas y de amplia validez, como reforestar las cuencas medias y altas, para reducir la escorrentía que llega a esos ríos y arroyos. O crear áreas de inundación preferente para liberar al río de su energía y caudal excedentes antes de llegar a zonas urbanas. También podemos recuperar bosques de ribera, meandros abandonados o llanuras aluviales para la autogestión de las crecidas por parte del río.
En zonas ya urbanizadas, frente a las inundaciones fluviales y pluviales, podemos recurrir a diferentes estrategias para aumentar la infiltración del agua. Algunas de ellas son instalar suelos drenantes, fijar porcentajes máximos de superficie impermeabilizada –asfaltada–, construir parques fluviales –áreas verdes– o aplicar mejoras en el sistema de alcantarillado.
Y además, hay un amplio margen de acción aplicando medidas técnico-administrativas, relacionadas con la gobernanza o las normativas:
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Revisar la planificación urbanística y territorial. Por ejemplo, reconsiderando las asignaciones de usos del suelo en zonas inundables, incluyendo medidas preventivas en planes de ordenación del territorio comarcales o regionales y cambiando recomendaciones y directrices por normas (cumplimiento vinculante).
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Mejorar la cooperación entre administraciones y universidades o centros de investigación. Incluso, en los equipos redactores del planeamiento urbanístico y el planeamiento territorial podrían incorporarse de manera reglada técnicos y especialistas en riesgos naturales.
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Actualizar la metodología de los estudios hidrológico-hidráulicos. Adaptando el estudio hidrológico a la nueva realidad climática o incorporando el estudio de la carga sólida en los flujos hidráulicos.
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Mejorar los sistemas de alerta temprana. Estos avisos dirigidos a los móviles no deberían emitirse en las zonas de máxima precipitación, sino en las zonas previsiblemente inundables por esa precipitación.
Artículo de Antonio Gallegos Reina, Universidad de Málaga.